lunes, 1 de marzo de 2010






El Obispo de Burgos escribió una catilinaria que parece dirigida a México, a su gente, a sus políticos y, en fin, a toda nuestra corrupta sociedad, sin excepciones. Dijo más o menos o siguiente:

Una sociedad con varios millones de desempleados, que mata impune y sistemáticamente a sus hijos más inocentes, que administra la justicia según los colores políticos y el dinero que recibe del delincuente, que miente con descaro y desde las más altas instancias, que viola los pactos más sagrados, que fomenta el odio y el enfrentamiento entre sus miembros, que impide el ejercicio libre de la religión,o que desde el poder, como si fuera el púlpito propaga el catolicismo a ultranza, como si fuera el rey de los cristeros, que destruye la inocencia de los niños desde su más tierna edad, que azuza las pasiones de los jóvenes, que imputa a adolescentes inocentes ser agentes del narcotráfico, que niega que haya acciones buenas y malas con independencia de tiempo y circunstancias, que convierte la escuela en un instrumento ideológico y el poder político en trampolín para el enriquecimiento personal y el medro de los suyos, que se empeña en no tener hijos, en una palabra, una sociedad cuarteada en sus estructuras básicas y removida en sus cimientos éticos, donde el que la preside llegó allí con malos maejos y sin los votos de los ciudadanos, es una sociedad decadente y enferma de extrema gravedad.

Si tal sociedad fuese creación de un pesimista empedernido o fruto de una imaginación febril, no causaría ningún tipo de preocupación y hasta podría convertirse en objeto de estudio y reflexión.

Pero si esa sociedad es la nuestra, si es el ámbito en el que vivimos el día a día de nuestro trabajo, de nuestra familia, de nuestras amistades, de nuestros proyectos y de nuestras aspiraciones, entonces las cosas adquieren un dramatismo inusitado y necesita que le apliquemos de inmediato un remedio radical.

Por desgracia, esto es lo que nos ocurre a nosotros. Porque la actual sociedad es la sociedad decadente y gravemente enferma que he descrito antes. Porque en ella conviven y coexisten todas las lacras denunciadas. Y, además, hasta parte de los mismos eclesiásticos no están a la altura de su misión.


Pero esta sociedad, precisamente porque es la nuestra, no debe ser mirada con desinterés, desprecio u odio. Tampoco con un valemadrismo enfermizo.

Necesita ser amada, pero para ser renovada.

Ahora bien, dado que las enfermedades que la aquejan son muy graves y tienen carácter de metástasis generalizada, no podemos aplicarle una cataplasma. Y cataplasmas serían todos los remedios que no contemplen una profunda regeneración ética de cuantos formamos parte de esa sociedad.

Las estructuras son posteriores al uso y abuso de nuestra libertad. Por eso, ni la justicia, ni la política, ni la escuela, ni la familia, ni la convivencia, ni la economía, ni las finanzas saldrán de la situación calamitosa en que se encuentran si las personas que son jueces, políticos, profesores, economistas, financieros, periodistas y cónyuges no cambian.

En caso contrario, haríamos bueno lo que el refranero español sentenció con extraordinaria justeza y sencillez de formulación: “Distintos perros con los mismos collares”. Si quien está enfermo es el perro –la sociedad- es inútil cambiar el material y color de los collares –instituciones y estructuras sociales-. Hay que cambiar a las personas.

Hablando así, de perros y de enfermedades es que me acuerdo de hechos tristes relacionados con las PERSONAS que más he amado, mis propias hijas:


En este sentido, recuerdo lo que me dijo una monja yucateca, directora de un colegio para niñas, cuando fui a buscar a mis hijas por orden de la autoridad y me encontré con que la Madre había expulsado a mis hijas con el fin de no entregarlas a su progenitor, en complicidad con la mamá de las pequeñas inocentes quien las había inscrito allí en contra de mi voluntad. Dijo la venerable sacerdotisa metida a mala educadora: --- Muerto el perro, se acabó la rabia.


Con indignación le reproché que comparara a mis hijitas con un can rabioso. Y me respondió que se refería al rabioso padre que pretendía despojar a la madre de sus hijas dizque para educarlas. “Ni mejor ni con más amor. No hay amor más grande que el de una madre ni mejor educadora”, concluyó y me pidió que saliera con todo y gendarmes del colegio emeritense.


Hoy le doy la razón. En la lucha encarnizada del divorcio, estaba ofuscado y resultó más benéfico para mis hijas quedarse al lado de su madre.

Otro día, la más querida de ellas me llegó con maletas para terminar sus estudios de abogada a mi domicilio en la ciudad de Méxco. Me dijo Luisa Teresa: -- Ahora vengo por mi propia voluntad a cumplir con una obligación y para disipar una injusticia. Vengo a estar al lado de mi padre a quien adoro.


Pues bien, en menos de un año le pedí a mi bienamada hija que volviera al lado de su madre porque estaba seguro que ella podría resolver mejor los problemas que se suscitaban con su conducta moderna de adolescente y que yo era incapaz de enfrentarme ante esos retos que me tenían aterrorizado.


Juntos en un matrimonio celebrado ante el altar, para toda la vida, hubiéramos sabido orientar mucho mejor a mi hija, igualmente que a todos su hermanos. Separados, sin duda, la problemática del desarrolló de los hijos era demasiado para uno solo de los progenitores. Y Dios no podía ser implorado cuando habíamos cometido el pecado de separar lo que el Creador había unido para siempre.


Lo mismo había pasado antes y pasó después. Los hijos de un matrimonio roto difícilmente pueden llegar a ser felices, conduciéndose como hombres y mujeres de bien. Son víctimas del pecado original cometido por sus padres al deshacer el vínculo matrimonial con impaciencia, arrogancia, ignorancia mucha falta de amor.


Por eso, lo que ahora necesitamos en México como en España y en todo el mundo, con absoluta urgencia, es volver a Dios, como lo pide el Obispo de Burgos. Volver a la familia tradicional involucrada en tradiciones, costumbres y valores MORALES que han ido desapareciendo con la ruptura de la célula básica de la sociedad, que es el matrimonio.


Tenemos, ciertamente, hambre de pan –paro alarmante-, de cultura -bajísimos niveles educativos-, de bienestar -más y mejores coberturas sociales-.

Pero la necesidad más urgente y general es reconocer que tenemos que dar un cambio ético radical, salir de nuestro egoísmo y entrar en la lógica del don, de la gratuidad, de la solidaridad, del respeto mutuo, de la paz social y familiar, de los conceptos de bien y de verdad.

Digámoslo claramente: necesitamos reconocernos pecadores, acudir al perdón y reiniciar el camino del bien y de la verdad.


Lo decía san Juan Crisóstomo con su acostumbrada belleza: “Necesitamos confesar nuestros pecados y derramar muchas lágrimas, porque estamos pecando sin remordimiento, porque nuestros pecados son grandes”.

La Cuaresma, que acaba de empezar, es una oportunidad de oro. Para todos: ciudadanos, cristianos, eclesiásticos.

Y yo tengo una cita con el sacerdote de mi comunidad, pues soy feligrés de Xochitepec y he decidido que mis cenizas reposen en el corazón de la Virgen de Guadalupe, en el altar que construyó ese sacerdote para colocar las urnas con las cenizas de sus ovejas descarriadas.